En
2014 nos dio por volver a India. Fuimos al sur, esa vez. En Kumili, población
de Kerala, estado que es muga con Tamil Nadu, asistimos a un espectáculo que
recomiendo, el Kathakali.
Allí
la lengua que hablan se llama malayalam. Tiene una grafía distinta de la nuestra.
Y de la de sus vecinos, los tamiles. Ambas, además, se escriben con alfabetos
distintos del hindi, que también es distinto del urdu, del panyabí... en fin,
hay en India, que yo sepa, 22 lenguas con alfabetos distintos entre sí. Son,
además, lenguas que ya hace siglos que existen y que, además, están muy vivas.
En
aquel lugar habría doscientas personas, alto o bajo. Los únicos occidentales,
Mariajosé y yo. Los demás, indios turistas, que los hay y muchos. Había
familias del Punjab, de Tamil Nadu, de Varanasi, del Rajastán, de Guyarat, de Maharastra…
incluso del Himalaya (habría de más sitios, pero, que me conste, de los que
menciono).
El
espectáculo empezó con una introducción. Yo no me habría enterado de nada si
hubiera sido en malayalam o en cualquiera de las otras lenguas de ese
maravilloso país. Probablemente, muchos de los otros espectadores también se
habrían quedado a dos velas. Pero el maestro de ceremonias nos habló en inglés.
Llamé la atención de mi mujer sobre el día en el que estábamos: era el día 9 de noviembre. Entendió en seguida qué quería yo decirle: este hombre quería
comunicarse con el auditorio.
El
ánimo o la intención de entenderse quienes se dedican, o deben dedicarse, a
procurar la convivencia de los ciudadanos, debiera ser, creo yo, el primer
punto. Las 350 personas que están en el Congreso de los Diputados de España
saben castellano.
El
1 de octubre de 2017 volvió a liarse la cosa en Cataluña. A finales de ese mes,
los de ERC dijeron de uno que era un traidor por no declarar la independencia.
Poco después, cuando el 27 la declaró, le dijeron tarado. Y, luego, huyó. Pues
bien, ahora, ese al que dijeron tarado, que no es diputado, parece que se ha
erigido en negociador con los representantes del pueblo español. Pone unas
condiciones para que el grupo del que parece que es socio dé el visto bueno a
la investidura de algún presidente del gobierno que sólo a él beneficiarían (y, bueno, de paso, a los otros que le acompañaron en
su huida). Mientras, se quedaron aquí,
y fueron a la cárcel, algunas de las eminencias que procuraron aquel asunto, es
decir, los que dieron la cara. El caso es que, si se empecinan en no facilitar,
o auspiciar, la formación de gobierno del estado que tanto dicen odiar, habría
que volver a celebrar elecciones. Y en ese caso, y mira que no soy proclive yo
a los vaticinios, esa formación que ha delegado en él estoy seguro de que obtendría
muchos menos votos y, por ende, diputados, de los que ya le van quedando. Lo que
a ese señor de Waterloo le debe importar poco.
Si
no fuera porque me revienta la incapacidad por salir de estos atolladeros quienes
tienen el deber de entenderse para hacer posible lo necesario -expresión que
usó mi querido Perico Arrojo y me gustó y la repito-, podría resultarme hasta
divertido que se repitieran las elecciones y ver las caras que se les quedan a
más de uno de los que tanto gustan de estorbar y molestar.